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El caso Dumbo

Por Serge Daney

“Dumbo es, en primer lugar, un himno a la noche. Ya sea en el tren del circo, cuando las elefantas levantan la carpa bajo la lluvia, la sombra proyectada sobre la gran carpa destruida o en la casilla aislada, donde la madre de Dumbo -una «elefanta loca»- está llorando, todos los grandes momentos de la película suceden durante la noche. Es de noche cuando el ratón le susurra al hombre la idea de un número en donde Dumbo sea la estrella, y es en la noche, después del desastre, que el elefante con orejas demasiado grandes y su amigo el ratón caen en un manantial de champán. Dumbo es esta extraña película de animación que tiene lugar a media la luz y es también la extraña historia de este elefante falso.

(…)

La película es tal vez más bella, si nos fijamos menos en la venganza de Dumbo que en un proceso descrito en muchas mitologías: el doble nacimiento del héroe. Primer nacimiento: del día a la noche. Segundo nacimiento: de la noche al día. Al principio, podríamos decir que Dumbo está mal elegido para el papel del elefante bebé que no es, luego se descubrirá como Dumbo, el único espécimen de una especie única con un solo individuo: el dumbo. La luz acaba revelando la verdadera naturaleza de esta entidad celeste, después de una serie de largas y difíciles pruebas nocturnas. En una palabra, Dumbo no sería un elefante.

¿Por qué esta tesis sorprendente? Porque hay un momento extraordinario en Dumbo. Antes de que se encuentre parado sobre un árbol, listo para volar, Dumbo pasa una última noche en la tierra, y allí, con toda inocencia, se emborracha copiosamente. Los aficionados a las películas animadas, las fantasías felices, o simplemente la invención gráfica, todos sabemos de la borrachera de Dumbo con su cortejo de elefantes rosados sobre fondo negro. Pero este gran momento de locura no deja de tener su lógica. Desde el fondo oscuro contra el cual las siluetas de los elefantes riendo se destacan, a las nubes de color rosa de la madrugada del primer día de Dumbo, se trata de un verdadero rito de pasaje. Y es  en realidad toda la serie de figuras que desfilan, danzan, saltan y  ríen, figuras grotescas que sólo conservan su trompa, o el concepto de un trompa, como signo distintivo del elefante. Carnaval de bípedos, despreocupado y lascivo, con agujeros negros en el lugar de los ojos (que parecen máscaras), camellos-elefantes, elefantes-cerdos, elefantes-góndola, elefantes-autos, todos tan felices como improbables, una auténtica jaula de las formas de un ritual pagano, que vela alegremente por el verdadero nacimiento de uno de ellos: Dumbo. De repente, estamos muy lejos de las caricias y las madres del principio de la película.”

Traducción de Espectador Emancipado, de la versión en inglés de Laurent Kretzschmar. El texto original apareció por primera vez en Libération el 2 de enero de 1989.

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Precisar

Jean-Michel Frodon: Decir que en el cine se ha organizado la memoria del siglo veinte implica que esta memoria no está en las otras artes…

Serge Daney: En parte también está en la música popular, y fue allí, en el jazz, antes de que se cerrara en sí mismo que se hospedó, pero no de la misma manera que en el cine. El cine es el único «arte» donde, a través de los actores, nos hemos visto envejecer. Eso no existe en la pintura, no después de Duchamp. Tampoco está en la música después de Schönberg. Ni siquiera en la literatura, que parece haber resistido sólo dentro de los imperios: los Estados Unidos o Rusia, la memoria del gulag será una memoria escrita (a través de Solzhenitsyn, que es más que un periodista que un escritor). En el cine sólo se han capturado algunos fragmentos póstumos o notas. El cine, obviamente, no es un recuerdo exacto de siglo, pero es el único que realmente echaremos de menos. Porque, por los movimientos de acompañamiento que accionó, incluso delirios de masas, podría tratar de funcionar como luto de masas. De hecho, lo hizo en algunos pocos países, en los Estados Unidos, en Italia.

JMF: ¿Cómo es que el cine ha cumplido con esta función de guardián de la memoria?

SD: Probablemente debido a que acampó entre el subconsciente y el consciente, sobre lo que Freud llama el pre-consciente de una época. Eso significa que en realidad no es una lengua, pero sigue siendo un territorio con reglas. El cine da cuenta de lo que está a punto de acontecer. Lo que va acontecer desde los cuerpos, desde los actores, de una situación, de una sociedad. Se revela por medio del registro, la grabación. Un gran cineasta es sólo alguien que es mejor que otros en dar a luz. Jacques Tati no inventó el mundo en el que Francia estaba imbuida ya en 1967, sino que lo vio y descubrió la manera de mostrarlo. Playtime es la última película francesa con una verdadera grandeza. El cine no es un arte de los visionarios, es un empujón que se llevó a cabo con máquinas de registro (cámaras, filmadoras, grabadora de sonidos) y registros maquinados (los actores, las historias). Permite pasar del subconsciente de la sociedad a una cierta conciencia de las singularidades que pueblan la sociedad, pero nada más. Demasiada conciencia mata el deseo, mata el arte. Se puede ver cada vez que las preocupaciones militantes o propagandísticas pasan a primer plano. El cine sólo permite  precisar, ni más ni menos. Ha ayudado a muchas personas a comenzar un viaje en búsqueda de una cierta verdad de su tiempo -y de ellos mismos dentro de su tiempo- a través de imágenes, aunque esta verdad no residiera en las imágenes mismas.

Traducción de Espectador Emancipado, de la versión en inglés de Laurent Kretzschmar. El texto original de la entrevista, en francés, apareció por primera vez en Le Monde el 7 de julio de 1992.

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El monstruo tiene miedo

Por Serge Daney

Es el monstruo el que tiene miedo

Esta película es extraña en muchos sentidos. En primer lugar, debido a  lo que David Lynch hace con el miedo: el miedo del espectador (el nuestro) y el de los personajes, incluyendo a John Merrick (el hombre elefante). Así, la primera parte de la película, hasta la llegada al hospital, funciona un poco como una trampa. El espectador se acostumbra a la idea de que tarde o temprano tendrá que soportar lo insoportable y enfrentarse con el monstruo. Una bolsa de tela gruesa con un agujero por donde asoma un ojo, es lo único que lo separa del horror que conjetura. El espectador ha entrado en la película como el personaje de Treves, desde el ángulo del voyeurismo. Él ha pagado (al igual que Treves) para ver a un freak: este hombre elefante, sucesivamente exhibido y prohibido, salvado y golpeado, visto brevemente dentro de una cueva, «presentado» a los científicos, asilado y escondido en el Hospital Real de Londres. Y cuando el espectador lo ve, al fin, es tanto más decepcionante que Lynch a continuación pretende jugar el juego de la película de terror clásica: la noche, pasillos de hospital desiertos, nubes que se mueven rápidamente en un cielo pesado, y de repente esa toma de John Merrick saltando de su cama, atormentado por una pesadilla. El espectador lo ve -realmente- por primera vez, pero lo que también se ve es que el monstruo que se supone que tiene que asustarlo tiene miedo. Es en este momento en el que Lynch libera a sus espectadores de la trampa que había preparado (la trampa de que «hay algo más para ver»), como si Lynch estuviera diciendo: “usted no es el que importa, es él, el hombre elefante; no es tu miedo que me interesa, sino el de él, no es tu miedo a tener miedo el que me interesa manipular, sino su miedo a asustar, su miedo de verse en la mirada del otro”. El vértigo cambia  de lado.

El salmo es un espejo

El hombre elefante es una serie de giros, algunos divertidos (la visita de la princesa en el hospital como una dea ex machina), otros más preocupantes. Nunca sabemos cómo puede terminar una escena. Cuando Treves quiere convencer a Gomm Carr, el director del hospital (magníficamente interpretado por John Gielgud), de que John Merrick no padece una  enfermedad incurable, le pide a éste que aprenda de memoria y recite el comienzo de un salmo: pero tan pronto como los dos médicos han abandonado la sala,  se oye a Merrick recitar el final del salmo. Choque, golpe teatral, giro: este hombre a quien Treves considera un estúpido sabe la Biblia de memoria. Más tarde, cuando Treves le presenta a su esposa, Merrick no deja de sorprenderlo, mostrando un retrato de su propia madre (ella es muy hermosa) y por ser el primero en dar un pañuelo a la esposa de Treves, que de repente estalla en lágrimas. Hay un poco de humor en esta manera de posicionar al hombre elefante como el que siempre completa la imagen, el que firma la pintura. También es un modo muy literal y para nada psicológico de hacer avanzar la historia: con saltos y una lógica de significación. Así, John Merrick encuentra su lugar en el cuadro de la (alta) sociedad inglesa, victoriana y puritana, para la cual se convierte en lugar de visita obligado del turismo. Él es algo que esta sociedad necesita, sin lo cual no puede estar completa. Pero, ¿qué es exactamente? El final del salmo, el retrato, el pañuelo, ¿que son al final?  Cuanto más avanza la película, es más claro para quienes lo rodean: el hombre elefante es un espejo. Lo ven cada vez menos, pero se ven cada vez más en su mirada.

Las tres miradas

En el transcurso de la película, John Merrick es objeto de tres miradas. Tres miradas por tres edades del cine: burlesco, moderno, clásico. O: la feria, el hospital, el teatro. En primer lugar está la mirada desde abajo, la mirada de la clase baja, y la dureza de Lynch, una mirada precisa, sin afabilidad. Hay algo carnavalesco en la escena en donde emborrachan y secuestran a Merrick. En el carnaval, no hay esencia humana para suplantar (incluso con la cara de un monstruo), sino sólo cuerpos para reír. Luego está la mirada moderna, la mirada fascinada del doctor (un notable Anthony Hopkins): respecto de la conciencia de otros y de la mala consciencia, el erotismo mórbido y epistemofilia. Al cuidar del hombre elefante, Treves se salva: es la lucha del humanista (a la Kurosawa). Por último, existe una tercera mirada. Cuanto más popular y celebrado es el hombre elefante, mayor es el tiempo que tienen quienes lo visitan de ponerse una máscara, una máscara de cortesía que oculte lo que ellos sienten durante su vista. Van a ver a John Merrick para probar esta máscara: para comprobar que si el miedo los ha traicionara, verían su reflejo en los ojos de Merrick. Es de esta manera que el elefante, el hombre, es su espejo, no un espejo donde se pueden ver y reconocer a sí mismos, sino un espejo para aprender a ensayar la forma de ocultar, de mentir aún más. Al principio de la película, estaba la promiscuidad abyecta entre el freak y el hombre que lo explotaba (Bytes), luego el silencio, el horror estático de Treves en la cueva. Al final, es la señora Kendal, la estrella de teatro londinense, quien decide, al leer un periódico, convertirse en amiga del hombre elefante. En una escena un poco inquietante, Anne Bancroft, como la estrella invitada, gana su apuesta: no mueve ni músculo de su cara cuando se presenta a Merrick, a quien le habla como a un viejo amigo, llegando incluso a besarlo. El ciclo se ha cerrado, Merrick puede morir y la película puede terminar. Por un lado, la máscara social ha sido totalmente reconstituida, por el otro lado, Merrick por fin se ha visto en una mirada totalmente diferente del reflejo de repugnancia que inspira. ¿Qué? No puede decir nada. Él considera el alto nivel de artificio como la verdad y por supuesto, no está mal, ya que estamos en el teatro.

El hombre elefante cultiva dos sueños: dormir sobre su espalda e ir al teatro. Él realizará las dos cosas en la misma noche, poco antes de morir. El final de la película es conmovedor. En el teatro, cuando Merrick se pone de pie en su palco para permitir que los que lo aplauden puedan verlo, realmente ya no sabemos lo que hay en su mirada, no sabemos lo que ellos ven. Lynch se las ha ingeniado para redimir a uno por el otro, dialécticamente, al monstruo y a la sociedad. Aunque sólo sea en el teatro y por una noche. Ya no habrá otra actuación.

Traducción de Espectador Emancipado, de la versión en inglés de Laurent Kretzschmar. El texto original apareció por primera vez en Cahiers du cinéma, n° 322 (1981)

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Dios bendiga a John Ford

Por François Truffaut

John Ford fue uno de los directores más célebres del mundo, pero todo acerca de él, incluso la forma en que actuaba y hablaba, dio la impresión de que  nunca buscó esta celebridad y de hecho, tampoco la aceptó. Siempre  descripto como escabroso y tierno por dentro, Ford fue ciertamente más cercano a sus personajes menores, dentro de los cuales eligió a Victor McLaglen, que a los roles protagónicos de John Wayne. Ford fue un artista que nunca mencionó la palabra “arte”, un poeta que nunca dijo “poesía”.

Lo que amo de su trabajo es que siempre da prioridad a los personajes. Durante mucho tiempo, cuando era periodista, critiqué su concepción de mujer -creía que era demasiado decimonónica- pero cuando me volví director, me di cuenta que gracias a él una actriz espléndida como Maureen O´Hara fue capaz de encarnar a uno de los mejores personajes femeninos del cine americano entre 1941 y 1957.

John Ford podría adjudicarse (lo mismo va para Howard Hawks) el premio a la “dirección invisible”. El trabajo de cámara en estos dos grandes narradores jamás es evidente para el ojo. Hay tan sólo unos pocos movimientos, lo suficiente para seguir a un personaje,  la mayoría de los planos son filmados desde la misma distancia. Es un estilo que crea una flexibilidad y una fluidez que puede compararse con Maupassant o Turgenev.

Con una suerte de ocio de rey, John Ford supo cómo lograr que el público ría… o llore. La única cosa que no sabía cómo hacer, era aburrirlo.

Y como Ford creía en Dios: Dios bendiga a John Ford.

(1974)

Traducción de Espectador emancipado, de la versión en inglés de Leonard Mayhew, que puede encontrarse en The films in my life (Da Capo Press, 1994)

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John Ford para siempre

Por Serge Daney

Una idea común y cuestionable dice que en televisión reina el primer plano. Si esto fuese cierto, el hombre que un día gritó «¡yo no quiero ver pelos de la nariz en una pantalla de quince metros!» no tendría posibilidades en la pequeña pantalla. John Ford no era muy aficionado a los primeros planos, o a las escenas de exposición, que vienen a ser lo mismo. Filmó muy velozmente y pasó sólo veintiocho días dirigiendo She wore a yellow ribbon*. Fue en 1949, era su propio productor y hacía lo que le daba la gana. Cuarenta y un años después, la película «pasa” perfectamente desde la gran pantalla a la pequeña. Elemental, ¿dice usted? No del todo.

 Gilles Deleuze un día recordó a los jóvenes de la escuela de cine FEMIS que su trabajo como cineastas consistiría en la producción de «bloques de duración-movimiento». Si los bloques de Ford siguen siendo tan perfectos, es porque respetan la más elemental de las reglas de oro: sus planos sólo duran el tiempo que lleva a un ojo experto ver todo lo que contienen. El tiempo para ver todo lo que hay para ver es la duración justa, y el movimiento justo para un ojo entrenado en el arte de mirar, equivale al arte de montar a caballo de los jinetes de Ford.

Un principio tan simple, permitió a Ford a complicar, refinar y retorcer las cosas, dando siempre, al mismo tiempo, la sensación de un clasicismo atemporal. No es la acción lo que determina la duración, sino la percepción de un espectador ideal, de un explorador que ve de lejos todo lo que hay que ver (pero nada más).

La contemplación rápida es la paradoja de Ford. Es imposible ver sus películas con un ojo perezoso porque entonces no veremos nada (salvo historias románticas de soldados) El ojo debe ser astuto debido a que en cualquier imagen de una película de Ford, es probable que existan unas pocas décimas de segundo de pura contemplación, antes de que la acción comience. Alguien sale de una cabaña de madera o sale de cuadro y hay nubes rojas sobre un cementerio, un caballo abandonado en la esquina derecha de la imagen, el estratégico avance azulado de la caballería, el rostro angustiado de dos mujeres: cosas para ver en el comienzo de una toma, porque no habrá una “segunda vez” (una pena para los ojos lentos)

Ford es uno de los grandes artistas del cine. No sólo por la composición y la luz de sus tomas, pero más profundamente porque filma tan rápido que hace dos películas al mismo tiempo: una película para protegerse del paso del tiempo (estirando sus historias por temor a darles un final) y otra para salvar el momento (el momento del paisaje, dos segundos antes de la acción) Le gusta el espectáculo «antes». De modo que con Ford el punto no es la búsqueda de personajes que, frente a un paisaje hermoso, digan «¡Qué hermoso!». El personaje no debe susurrar al espectador lo que debe ver. Eso sería inmoral.

Los personajes están lo suficientemente ocupados en posponer la jubilación y en el final de las vueltas y revueltas de la historia. Este tema surge en She wore a yellow ribbon y continuará apareciendo. Los personajes de Ford (soldados incluidos) no son más que acróbatas viajantes de sus creencias – creencias que cada vez menos los conducen a tierras prometidas, aún cuando sus siluetas de jinetes se dibujen sobre un cielo de puesta de sol color rojo brillante o en la luz de la luna. Esta imagen se encuentra en She wore a yellow ribbon, por supuesto. Este desfile circular, que va de izquierda a derecha, es colectivo y sin fin.

 Pero hay otro movimiento, más misterioso, que viene de lo más profundo de la toma y siempre surge en el centro de la imagen. Como si este director, que había construido todo sobre la negativa de los primeros planos y las escenas de exposición, en ocasiones, dejara que algo viniera hacia sus personajes. Así nos encontramos con un primer plano en She wore a yellow ribbon. Podemos ver a Nathan Brittles-John Wayne hablando con su esposa, ya muerta y enterrada a dos metros de profundidad, explicando que él sólo tiene seis días antes de su retiro y que aún no ha tomado ninguna decisión. Entonces la sombra de una mujer aparece en la tumba. Es sólo una niña inocente, pero para aquellos que han aprendido a ver Ford correctamente, este breve momento asusta. Es el pasado que vuelve en el centro de la imagen, sin previo aviso, “a la Ford”. No hace falta decirlo, cuando una imagen no sólo tiene  bordes, sino también un corazón, la pequeña pantalla le da la bienvenida con la debida consideración.

*En español, La legión invencible.

Traducción al español de Espectador Emancipado, de la versión en inglés de Laurent Kretzschmar. La versión original, en francés, de este texto fue publicada originalmente en Libéracion y puede encontrarse en el libro Devant la recrudescence des vols de sacs à main (Aléas, 1991)

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