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Esculpiendo declaraciones de amor

«Personaje cumbre de toda su filmografía, Edward Sissorhands, viene a ser algo así como el perfecto resumen de lo que Burton entiende por monstruo cinematográfico. Es este ser un infinito cúmulo de referencias intertextuales filtradas por la personal mirada del director, el cual convierte al terrible monstruo de la tradición cinematográfica en una especie de mártir redentor de la hipocresía humana. Verdadero canto a la necesidad de asumir la diferencia, Edward no es presentado a primera vista como una creación más del cine de terror, una versión postmoderna de la tradicional criatura salida de la mente de un cinetífico loco (concepto no aplicable en este caso como ya hemos visto), con lo que Burton entronca directamente con uno de los temas clásicos del cine de género, así como de la literatura, y la cultura popular de todos los tiempos: la creación de vida artificial.

(…)

A diferencia de lo sucedido entre la Bella y la Bestia, aquí no hay posibilidad de conjurar la maldición de la que es presa Edward, porque la maldición es  el propio mundo que desprecia al monstruo sin mirar en su interior. Se trata de una derrota, pero una derrota parcial ya que Edward, es decir, el mito acaba por devorar la realidad, aunque ésta no se dé cuenta. La joven princesa cotidiana envejece, mientras el monstruo sigue esculpiendo declaraciones de amor sin que su piel sufra más mella que la causada por uno de sus lacerantes dedos, dedos -tijeras, que a su vez hacen que Edward tampoco vea realizado el sueño cumplido de Pinocho de convertirse en un niño real de carne y hueso, porque las tijeras serán en todo momento una barrera infranqueable entre su mundo y lo ajeno, con lo que a diferencia de la marioneta, Edward deberá mantener su condición aparentemente monstruosa.»

Tim Burton, Marcis Marcos Arza (Cátedra, 2004)

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El monstruo tiene miedo

Por Serge Daney

Es el monstruo el que tiene miedo

Esta película es extraña en muchos sentidos. En primer lugar, debido a  lo que David Lynch hace con el miedo: el miedo del espectador (el nuestro) y el de los personajes, incluyendo a John Merrick (el hombre elefante). Así, la primera parte de la película, hasta la llegada al hospital, funciona un poco como una trampa. El espectador se acostumbra a la idea de que tarde o temprano tendrá que soportar lo insoportable y enfrentarse con el monstruo. Una bolsa de tela gruesa con un agujero por donde asoma un ojo, es lo único que lo separa del horror que conjetura. El espectador ha entrado en la película como el personaje de Treves, desde el ángulo del voyeurismo. Él ha pagado (al igual que Treves) para ver a un freak: este hombre elefante, sucesivamente exhibido y prohibido, salvado y golpeado, visto brevemente dentro de una cueva, «presentado» a los científicos, asilado y escondido en el Hospital Real de Londres. Y cuando el espectador lo ve, al fin, es tanto más decepcionante que Lynch a continuación pretende jugar el juego de la película de terror clásica: la noche, pasillos de hospital desiertos, nubes que se mueven rápidamente en un cielo pesado, y de repente esa toma de John Merrick saltando de su cama, atormentado por una pesadilla. El espectador lo ve -realmente- por primera vez, pero lo que también se ve es que el monstruo que se supone que tiene que asustarlo tiene miedo. Es en este momento en el que Lynch libera a sus espectadores de la trampa que había preparado (la trampa de que «hay algo más para ver»), como si Lynch estuviera diciendo: “usted no es el que importa, es él, el hombre elefante; no es tu miedo que me interesa, sino el de él, no es tu miedo a tener miedo el que me interesa manipular, sino su miedo a asustar, su miedo de verse en la mirada del otro”. El vértigo cambia  de lado.

El salmo es un espejo

El hombre elefante es una serie de giros, algunos divertidos (la visita de la princesa en el hospital como una dea ex machina), otros más preocupantes. Nunca sabemos cómo puede terminar una escena. Cuando Treves quiere convencer a Gomm Carr, el director del hospital (magníficamente interpretado por John Gielgud), de que John Merrick no padece una  enfermedad incurable, le pide a éste que aprenda de memoria y recite el comienzo de un salmo: pero tan pronto como los dos médicos han abandonado la sala,  se oye a Merrick recitar el final del salmo. Choque, golpe teatral, giro: este hombre a quien Treves considera un estúpido sabe la Biblia de memoria. Más tarde, cuando Treves le presenta a su esposa, Merrick no deja de sorprenderlo, mostrando un retrato de su propia madre (ella es muy hermosa) y por ser el primero en dar un pañuelo a la esposa de Treves, que de repente estalla en lágrimas. Hay un poco de humor en esta manera de posicionar al hombre elefante como el que siempre completa la imagen, el que firma la pintura. También es un modo muy literal y para nada psicológico de hacer avanzar la historia: con saltos y una lógica de significación. Así, John Merrick encuentra su lugar en el cuadro de la (alta) sociedad inglesa, victoriana y puritana, para la cual se convierte en lugar de visita obligado del turismo. Él es algo que esta sociedad necesita, sin lo cual no puede estar completa. Pero, ¿qué es exactamente? El final del salmo, el retrato, el pañuelo, ¿que son al final?  Cuanto más avanza la película, es más claro para quienes lo rodean: el hombre elefante es un espejo. Lo ven cada vez menos, pero se ven cada vez más en su mirada.

Las tres miradas

En el transcurso de la película, John Merrick es objeto de tres miradas. Tres miradas por tres edades del cine: burlesco, moderno, clásico. O: la feria, el hospital, el teatro. En primer lugar está la mirada desde abajo, la mirada de la clase baja, y la dureza de Lynch, una mirada precisa, sin afabilidad. Hay algo carnavalesco en la escena en donde emborrachan y secuestran a Merrick. En el carnaval, no hay esencia humana para suplantar (incluso con la cara de un monstruo), sino sólo cuerpos para reír. Luego está la mirada moderna, la mirada fascinada del doctor (un notable Anthony Hopkins): respecto de la conciencia de otros y de la mala consciencia, el erotismo mórbido y epistemofilia. Al cuidar del hombre elefante, Treves se salva: es la lucha del humanista (a la Kurosawa). Por último, existe una tercera mirada. Cuanto más popular y celebrado es el hombre elefante, mayor es el tiempo que tienen quienes lo visitan de ponerse una máscara, una máscara de cortesía que oculte lo que ellos sienten durante su vista. Van a ver a John Merrick para probar esta máscara: para comprobar que si el miedo los ha traicionara, verían su reflejo en los ojos de Merrick. Es de esta manera que el elefante, el hombre, es su espejo, no un espejo donde se pueden ver y reconocer a sí mismos, sino un espejo para aprender a ensayar la forma de ocultar, de mentir aún más. Al principio de la película, estaba la promiscuidad abyecta entre el freak y el hombre que lo explotaba (Bytes), luego el silencio, el horror estático de Treves en la cueva. Al final, es la señora Kendal, la estrella de teatro londinense, quien decide, al leer un periódico, convertirse en amiga del hombre elefante. En una escena un poco inquietante, Anne Bancroft, como la estrella invitada, gana su apuesta: no mueve ni músculo de su cara cuando se presenta a Merrick, a quien le habla como a un viejo amigo, llegando incluso a besarlo. El ciclo se ha cerrado, Merrick puede morir y la película puede terminar. Por un lado, la máscara social ha sido totalmente reconstituida, por el otro lado, Merrick por fin se ha visto en una mirada totalmente diferente del reflejo de repugnancia que inspira. ¿Qué? No puede decir nada. Él considera el alto nivel de artificio como la verdad y por supuesto, no está mal, ya que estamos en el teatro.

El hombre elefante cultiva dos sueños: dormir sobre su espalda e ir al teatro. Él realizará las dos cosas en la misma noche, poco antes de morir. El final de la película es conmovedor. En el teatro, cuando Merrick se pone de pie en su palco para permitir que los que lo aplauden puedan verlo, realmente ya no sabemos lo que hay en su mirada, no sabemos lo que ellos ven. Lynch se las ha ingeniado para redimir a uno por el otro, dialécticamente, al monstruo y a la sociedad. Aunque sólo sea en el teatro y por una noche. Ya no habrá otra actuación.

Traducción de Espectador Emancipado, de la versión en inglés de Laurent Kretzschmar. El texto original apareció por primera vez en Cahiers du cinéma, n° 322 (1981)

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