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Las ideas como flores

«Soy el hombre más afortunado del mundo y les diré por qué: camino por la calle veo a una mujer, no muy alta pero bien proporcionada, muy morena, bien arreglada, que lleva una falda oscura con grandes pliegues que se mueven al ritmo de su paso, más bien rápido; sin duda lleva las medias, oscuras, bien ajustadas, puesto que se ven impecablemente tirantes; no está sonriente, camina por la calle sin pretender que la miren, como si fuera inconsciente de lo que representa: una buena imagen carnal de la mujer, una imagen física, más que una imagen sexy, una imagen sexual. Un hombre se gira para mirarla, da media vuelta y le pisa los talones. Yo observo la escena. Ahora el hombre ya la ha alcanzado, camina a su lado, quiere tomar una copa, etc. Como siempre, la chica vuelve la cabeza, acelera el paso, atraviesa la calle y desaparece en la próxima esquina mientras el hombre a a probar suerte en otro lugar.

En este momento me subo a un taxi y empiezo a pensar en esta escena tan cotidiana no sólo en París sino en todas las grandes ciudades. Instintivamente, me solidarizo con la mujer, en contra del hombre, y modifico la escena de acuerdo con mis pensamientos del momento; me digo a mí mismo que sería formidable que, por una vez, al final de una escena de este género, la humillación cambiara de bando. Tomo notas en una hoja de  agenda y, cuatro meses más tarde, me encuentro en una calle de detrás del Trocadero con una cámara, un equipo técnico de veinticinco personas y dos actores que yo he escogido, un hombre rubio y bastante alto, más bien guapo y fuerte. y una mujer que, como habrán adivinado, es morena, está bien proporcionada y lleva una falda con grandes pliegues. Y yo estoy allí, en pleno ejercicio de mi profesión, que no permitiré que nadie diga que es inútil o poco interesante, dirigiendo la escena. Le pido al actor rubio que ande, se cruce con la mujer morena, se gire para mirarla, dé media vuelta, se ponga a su lado y le hable al oído. No he escrito las frases que ha de decir ese hombre, porque no se oirán en la escena, sólo se deducirán. Ahora, los dos actores se acercan a la cámara que les precedía en travelling hacia atrás y la actriz rubia toma bruscamente por el cuello del abrigo al tipo que la sigue para evitar que huya y, sin tener en cuenta lo que puedan pensar los peatones, increpa al hombre con frases que ido pensando durante cuatro meses antes de redactarlas y dárselas a la actriz ayer por la noche: ¿Quién es usted?, ¿Quién se ha creído que es?, ¿Qué se ha pensado?, ¿Qué espera?, ¿Qué le dicen normalmente las mujeres?, ¿Se le tiran todas a sus brazos?, ¿A dónde se las lleva?, Seguro se considera un Don Juan, un hombre irresistible, ¿no?, ¿Se ha mirado alguna vez al espejo, una sola vez? ¡Pues mire y obsérvese, obsérvese bien!

La mujer obliga a su perseguidor a mirarse en el cristal de una tienda; atemorizado por el tono colérico de la mujer, el hombre sólo piensa en huir, logra soltarse y abrirse paso entre la multitud de curiosos que empezaba a formarse. La mujer también emprende la marcha, más lentamente. Cut. La escena es válida.

Ésta es la razón por la que soy el hombre más feliz del mundo; realizo mis sueños y me pagan por ello, soy director de cine.

Hacer una película es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo, es prolongar los juegos de la infancia, construir un objeto que es a la vez un juguete inédito y un jarrón en el que colocaremos, como si fuera un ramo de flores, las ideas que tenemos actualmente o de forma permanente. Nuestra mejor película es quizás aquella en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine.»

El hombre más afortunado del mundo, François Truffaut, El placer de la mirada (Paidós, 1999)

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Superar el estado de sorpresa

«Las circunstancias han querido que haya visto dos veces, Alí Babá y los cuarenta ladrones (Alí Baba et les quarante voleurs, 1954) en una sala pequeña no muy concurrida, antes de verla de nuevo, esta vez sí, en un marco mucho más adecuado, una noche de réveillon junto a los cinco mil espectadores del Gaumont-Palace, entre los cuales -según Renoir- sólo tres personas estaban capacitadas para comprender. ¿Es necesario precisar que me situé de entrada entre esos tres escogidos, poniendo en duda incluso la existencia de los otros dos?

En la primera visión, Alí Babá me decepcionó, en la segunda me aburrió, y en la tercera me apasionó y me encantó. Sin duda volvería verla otra vez, pero sé muy bien que, una vez traspasado vistoriosamente el cabo peligroso del número tres, la película entra a formar parte de mi museo privado, muy restringido. Entre paréntesis, si todos los cinéfilos hubieran visto tres veces Cayo Largo [Kay Largo, 1948], El tesoro de la Sierra Madre [The treasure of Sierra Madre, 1948], La reina Africana [African Queen, 1952], sin duda existirían muchos menos hustonianos) No es que, al volver a ver Alí Babá, se comprendan o se descubran más cosas -como ocurre, por ejemplo, con Le Carrosse d´or (1952), Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1953) o París, bajos fondos (Casque d´or, 1952)- sino que, al igual que en las películas musicales, Cantando bajo la lluvia (Singin´in the Rain, 1952), Un americano en París, etc., el último filme de Becker es tanto más apreciado cuanto más se lo conoce. Es necesario haber superado el estado de sorpresa, conocer la estructura del filme para que se desvanezca la sensación evidente de desequilibrio que se experimenta en un principio.»

Alí Babá y la política de los autores, François Truffaut, La política de los autores. Manifiestos de una generación de cinéfilos (Paidós, 2003)

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Anacronismo y romanticismo

Besos robados, Baisers volés (François Truffaut, 1968)

«… el elemento principal de la película, su razón de ser, era otra vez Jean Pierre Léaud. Si el público de Besos robados hubiera esperado ver reflejada la juventud moderna en una película interpretada por él, se habría llevado una decepción, ya que Jean Pierre me interesa justamente por su anacronismo y su romanticismo: es un joven del siglo XIX. En cuanto a mí, soy un nostálgico y mi inspiración se basa constantemente en el pasado. No tengo antenas para captar lo moderno, sólo me muevo por sensaciones; por eso mis películas -y especialmente Besos robados– están llenas de recuerdos y evocan su juventud a los espectadores que las ven.»

¿Quién es Antoine Doinel?, François Truffaut, El placer de la mirada (Paidós, 1999)

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Techos y cielos

«Volvamos a la cuestión de las influencias. Orson Welles nunca ha intentado esconder lo que le han aportado otras películas, especialmente La diligencia de John Ford, que declaraba haber visto muchas veces antes de rodar Citizen Kane.

En La diligencia, John Ford filmó automáticamente el cielo cada vez que los personajes abandonaban la diligencia para entrar en una posada. A decir verdad, supongo que John Ford filmaba los techos para crear un contraste con los planes generales del trayecto de la diligencia, en los que ocupaba forzosamente una gran superficie de la pantalla.

El uso de los techos en Citizen Kane es muy diferente, tal como explica André Bazin: La persistencia del plano tomado de abajo a arriba en Citizen Kane hace que enseguida dejemos de tener una concepcion clara de la técnica mientras continuamos experimentando su influencia. Es, pues, mucho más verosímil que el procedimiento corresponda a una intención estética precisa: imponernos una cierta visión del drama; visión que podríamos calificar de infernal puesto que la mirada de abajo a arriba parece que venga de la tierra, mientras que los techo, al impedir cualquier escapatoria del decorado, completan la fatalidad de esta maldición.

La explicación que da Bazin de los techos de Orson Welles es seductora y atinada; no obstante, yo añadiría esta hipótesis: el ángulo favorito de Orson Welles le lleva a situar la cámara en el suelo, pero esto, ¿no le hace presentarnos al mismo tiempo a sus protagonistas como podríamos verlos en el teatro si estuviéramos sentados en las diez primeras filas del patio de butacas? Antes de Orson Welles, todo tipo de directores de cine rodaron películas no sólo sin mostrar los techos de los decorados sino sin siquiera preguntarse si hacía falta mostrarlos. Al venir del teatro -y de la radio-, Orson Welles, metamorfoseado en cineasta, naturalmente empezó a interesarse por las diferencias y los puntos en común entre los diferentes medios de comunicación…»

Welles y Bazin, François Truffaut, El placer de la mirada (Paidós, 1999)

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Euforia

«La primera vez que te vi cantando y bailando en una película, lo que me llamó la atención fue que no tenías el físico típico de este trabajo. Cada vez que empieza una de tus películas, te miro y me digo a mí mismo: ¡Este hombre no tiene aspecto de un artista de music hall! Con tu aspecto sombrío, tu mirada a veces severa, la gente te imagina piloteando un avión o dirigiendo un servicio de agentes secretos, y después, a medida que el filme avanza, uno se siente seducido por tu ciencia y tu encanto, y cuando se encienden las luces del cine, has conquistado al público y todas las parejas sin hijos ¡sueñan con adoptarte!

Ahora debo presentar dos magníficos fragmentos de películas. En el primero, vamos a verte bailar con un ratón de dibujos animados. Esto me recuerda a una reflexión que nuestro gran Alfred Hitchcock hacía: El único cineasta que envidio es Walt disney porque, cuando está disgustado con uno de sus actores, puede rasgarlo.

El segundo fragmento de película nos llevará a California, que es un Estado privilegiado porque el sol brilla en él durante todo el año. Si nos  encontramos con un individuo que nos dice Voy a trasladarme a California para crear un fábrica de paraguas, podemos estar seguros de que se trata de un futuro mendigo.

Y, sin embargo, precisamente haciendo llover en una calle de Hollywood tú nos has ofrecido la secuencia más euforizante de toda la historia de la comedia musical. ¡Apreciado Gene Kelly! A todos los que te admiramos y te queremos nos has enseñado muchas cosas, y la más importante es que ¡se ha de saber cantar bajo la lluvia!»

Homenaje a Gene Kelly, François Truffaut, El placer la mirada (Paidós, 1999)

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Viejo álbum de fotos

Truffaut habla de su adaptación de la novela Jules et Jim, de Henri-Pierre Rochè. Desde un lugar de acercanía y amabilidad cuenta, en primer lugar, que el autor de la obra literaria  no era un escritor profesional sino un enamorado del arte, un coleccionista, un viajero o un conocedor que empezó a escribir a una edad muy avanzada (73 años).  Un hombre difícil de definir, una suerte de «artista que no practicaba el arte».

El impacto de la musicalidad del título fue el primer atractivo que lo acercó al libro: descubre azarosamente la novela, hurgando en una librería de usados. Por ese entonces, todavía era crítico, no había filmado nada,  pero  algo en ese relato lo atrapó y lo obligó a releerlo y volver sobre sus práginas con el pasar de los años. Allí se escondía algo difícil de explicar, algo que le provocaba tristeza y a la vez contenía un tono insusual o difícil de conseguir en el cine: cierta combinación entre el drama y la comedia, quizá fuese la sutil  y maravillosa complejidad de las relaciones entre los personajes…

Jules et Jim cuenta una historia «ni escandolsa ni indulgente», que habla de la Moral, pero no de cierta idea de moral como normas, principios, costumbres, etc.  que vienen desde “afuera”, sino que se trata de una moral propia o particular,  creada por los personajes en el proceso de la situación en la que se hallan inmersos, regida por la necesidad.  Esta particularidad, Truffaut la relaciona con la propia decisión de filmarla y con la  intención de recrear la misma «distancia» con que uno mira un viejo álbum de fotos, como si fuese una condensación de su  propia lectura con la mirada restrospectiva que lanza Rochè hacia su vida en esa novela autobiográfica (sus precisas reflexiones alrededor del binomio amor-amistad).  Sentimientos y situaciones que parecían posibles de ser filmados únicamente desde un lugar de felicidad borroneado en la memoria, pero que, a su vez,  comprendían una operación de encuentro, de recreación hipnótica y complicada,  una mezcla de recuerdo y registro… En Jules et Jim irrumpe ese tiempo sentimental y extraño que la fotografía exhala después de muchos años, el arte mecánico que combinándose con el movimiento y la narración, prepara, justamente, el camino hacia el cine.

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Comprensión de la fragilidad humana

«Como mujer es apasionada, como actriz es apasionante.

Cada vez que me la imagino de lejos, no la veo leyendo un periódico sino un libro, porque Jeanne Moreau no hace pensar en el flirteo sino en el amor.

A diferencia de tantos actores y actrices que sólo pueden actuar en un ambiente tenso y conflictivo hasta el punto de confundir a veces la concentración con los trágicos campos del mismo nombre, Jeanne Moreau actúa mejor en un ambiente de trabajo alegre y relajado que ella contribuye a crear y ayuda a mantener, incluso cuando se trata de proyectar emociones fuertes.

Generosidad, entusiasmo, complicidad, comprensión de la fragilidad humana, todo esto se puede leer en la pantalla cuando Jeanne Moreau está actuando.

Después de mis veinte años en el mundo del cine, el rodaje de Jules et Jim continúa siendo, gracias a Jeanne Moreau, un recuerdo luminoso, el más luminoso.»

(París, 7 de septiembre de 1981)

Jeanne Moreau, alegre y tierna, El placer de la mirada, François  Truffaut (Paidós, 1999)

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Dios bendiga a John Ford

Por François Truffaut

John Ford fue uno de los directores más célebres del mundo, pero todo acerca de él, incluso la forma en que actuaba y hablaba, dio la impresión de que  nunca buscó esta celebridad y de hecho, tampoco la aceptó. Siempre  descripto como escabroso y tierno por dentro, Ford fue ciertamente más cercano a sus personajes menores, dentro de los cuales eligió a Victor McLaglen, que a los roles protagónicos de John Wayne. Ford fue un artista que nunca mencionó la palabra “arte”, un poeta que nunca dijo “poesía”.

Lo que amo de su trabajo es que siempre da prioridad a los personajes. Durante mucho tiempo, cuando era periodista, critiqué su concepción de mujer -creía que era demasiado decimonónica- pero cuando me volví director, me di cuenta que gracias a él una actriz espléndida como Maureen O´Hara fue capaz de encarnar a uno de los mejores personajes femeninos del cine americano entre 1941 y 1957.

John Ford podría adjudicarse (lo mismo va para Howard Hawks) el premio a la “dirección invisible”. El trabajo de cámara en estos dos grandes narradores jamás es evidente para el ojo. Hay tan sólo unos pocos movimientos, lo suficiente para seguir a un personaje,  la mayoría de los planos son filmados desde la misma distancia. Es un estilo que crea una flexibilidad y una fluidez que puede compararse con Maupassant o Turgenev.

Con una suerte de ocio de rey, John Ford supo cómo lograr que el público ría… o llore. La única cosa que no sabía cómo hacer, era aburrirlo.

Y como Ford creía en Dios: Dios bendiga a John Ford.

(1974)

Traducción de Espectador emancipado, de la versión en inglés de Leonard Mayhew, que puede encontrarse en The films in my life (Da Capo Press, 1994)

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